Las inevitables despedidas


Las inevitables despedidas

 

Me prometí no llorar, ni detenerme en babosas frases espiraladas ni en silencios a presión. Me convencí que no haría la farsa de las despedidas, no me gustan nada. Sin embargo es imposible evitar echar una última mirada y sobretodo escaparse de ese estúpido minuto traidor donde se te cruza por la cabeza la idea de quizás sea la última vez.

 

Quizás

 

Las posibilidades son peores que la certeza. La posibilidad de que algo pueda ocurrir (o no), viene en combo con una esperanza mini. Y mientras exista esta esperanza quedarás colgando de ella, jugando con su histeria, prendida a su cuerpo esperando el futuro. La certeza, en cambio, es la convicción de un hecho sin vueltas ni reveses, una realidad, después de ella solo queda el ejercicio de asumir y seguir. Puede que en principio se sienta más cruel pero es rápida y limpia, no suele jugar con el inconsciente.

 

El inconsciente

 

A veces me imagino el inconsciente como el espacio donde quedó encerrado nuestra esencia anterior al nacimiento: no sabe hablar nuestro idioma, solo se expresa en imágenes. Es inocente, dice las verdades como le parecen, aunque nosotros no queramos enterarnos. Hace lo que le viene en gana, es caprichoso y perseverante. Nos susurra mientras dormimos. Hay una forma sencilla de no enterarse por los sueños de que no tenemos superado lo que creíamos manejábamos al dedillo: despertarse de golpe, abrir los ojos y empezar a hablar de cualquier cosa, pensar en eso que nos estresa, levantarse rápido, beber café enseguida, despabilarse. Y lo otro es la parte noble, escuchar que tiene para decirnos. El método consiste en deslizarse hacia el borde de la vigilia pero no salir, tirar un poquito de la cola del último sueño para que se acerque, mirarlo e invitarlo a pasar al consciente para leerlo a la luz y analizarlo el resto del día. Aún cuando abramos los ojos, dejarnos estar un rato arrullados por el recuerdo de esas imágenes. Puede que en esos regodeos con el más allá cerebral nos enteremos que las despedidas no están del todo logradas, por ejemplo, y cuando terminemos de arribar al lado solar de la cama sintamos un dejo de melancolía de sabor indefinido.

 

La melancolía

 

Primero es como una mosca dándote vueltas alrededor de la cabeza, percibes que algo pasa y molesta, de vez en cuando escuchas el zumbido. Solo jode. Y sin darte cuenta empieza ese golpecito en la boca del estómago, como un principio del hipo. Mecánicamente hace que te rasques el pecho. De a poquito te va ganando el día, te provoca una incomodidad con tu entorno, algo que nace de adentro y te vuelve susceptible ante todo. Le quitas importancia pero nada, está ahí, entretejido a tus ideas y seguirá estando hasta que te dignes a mirarlo a los ojos. Luego te das cuenta y aunque no te atrevas a decirlo se te llenan los ojos de lágrimas.

 

Decir

 

Materialización de los sentimientos. Pronunciamos eso que nos da vuelta por dentro y de pronto: allí está, existe, ahora a lidiar con eso. Somos su presa. El punto es no darle demasiadas vueltas para que no se ensucie ni se engorde. Quise ser valiente y se me perdió algo por ahí, no me gustan las despedidas pero ignorarlas no parece un buen plan. Extraño. Se dice: extraño y me duele. Eso dije. Me duele que te hayas ido, que estés lejos, que no sepa bien si se trata de una certeza o de un quizás. Si fuera un quizás me dolería porque tarda mucho en resolverse y detesto la duda. Y si fuera una certeza ni te cuento. Digo y digo y no paro de decir y me avanza por el cuerpo una verborragia y allá van mis convicciones y mis promesas y mi inconsciente y la melancolía y ahora todo esta dicho. Palabras flotando sobre mi espacio, palabras sin sentido mientras no sean oídas por quien corresponda.

 

A quien corresponda

 

Harta de darle vueltas al asunto y perder el tiempo entre reproches, haces el llamado. Hago el llamado. Suena dos veces. Corto porque me arrepiento, me dije que tenía que ser fuerte. Obviamente no lo fui, ni lo soy. Llamo de nuevo. Suena tres veces. Corto. No hay nada que decir, nada importante, nada que cambie las cosas, tan solo que el otro se entere de lo que siento. Parece legitimo. Llamo de nuevo. Me sudan las manos y me tiemblan las piernas. Dos timbres y cuelgo. Sé digna, me digo, no te hagas la putada de quedar como una estúpida. Lo próximo que ocurre es que el teléfono lleva sonando cuatro timbres y salta el contestador automático. Dejo un mensaje tembloroso, baboso, lleno de silencios a presión y frases que no dicen nada, después de eso entenderá que se trata de una grabación “conceptual”, más allá del ridículo efecto, confío que entienda que lo extraño y que no quería que se fuera. Eso me digo para calmarme. Los mensajes no se borran y después el arrepentimiento.

 

El arrepentimiento

 

No hay vuelta atrás. La pelota está en el lado contrario. Claro que podrías volver a llamar y tratar de revocar el otro mensaje, explicarlo de algún modo, inventar algo que procure cambiarle la lectura, pero la verdad es que no lo harías, no se puede. Sería embarrarlo más. Mejor dejar las cosas como están. Cabe la posibilidad de que te devuelvan el llamado y entonces estarás contenta y conversarás como un humano decente. Pero también cabe, y es lo más probable, que no haya una respuesta, porque entiendes que significaba para el otro la despedida.

 

Las despedidas

 

Las despedidas existen porque son el momento indicado para hacer el duelo. Hay que despedirse como dios manda, con estilo propio pero sin ahorrar nada, para que el que se va se lleve todo lo que era para él. Luego dar la media vuelta e irse liviana y conforme de haber dejado las cosas saldadas. Si total se sabe de sobra que el mundo es un pañuelo.


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Comentarios: 1
  • #1

    Tati (lunes, 03 enero 2011 21:25)

    Exelente Pipi.