La Liga de la Justicia


En el patio de la escuela, yo tengo la pelota, vos querés la pelota. Los demás miran esperando.

En el rectángulo del recreo, vos ganaste el campo de juego, yo quiero tu espacio de juego, yo tengo la pelota. Los demás expectantes. ¿Que intentan intervenir con lógicas caseras (pero bien lógicas) de cooperación y propiedad? Si. Pero diez minutos resulta poco para una negociación pacífica y además, aunque los demás no lo entiendan, esto no va de cooperación y propiedad.

Vos que tenés el campo tenés también a tus seguidores. Yo con mi pelota y mis amigos me siento confiado y seguro. Por eso mismo que te digo, mi mejor amigo se para delante mío y te increpa una compresión que me favorece, claro, pero es que sin pelota no hay picadito. Pero vos no decís nada, será tu casi hermano quien hable por vos y replique que mejor que nosotros vayámonos inventando otro juego para una pelota y unos cuantos pibes porque no hay campo.

Yo tampoco digo nada, te estoy mirando mientras acaricio mi cuero circular remendado por mi abuelo que tanto querés, vos escupís para el costado sin moverte, sobre ese suelo donde te afirmás con seguridad, las piernas ligeramente separadas.

Un coro impaciente a nuestro alrededor grita por sus derechos a jugar en el recreo paralizados por una disputa que los excluye de decisiones. Estos tontos que pueden jugar para ambos bandos sin culpa ni nada no entienden todo lo que está en juego. Ellos, pobres, no son líderes ni lo serán, no tienen pelota ni campo y si alguna vez tuvieran algo correrían enseguida a entregárselo a alguno de nosotros a cambio de algún beneficio, como un lugar en el equipo para siempre o cosas así, escritas en el viento. Porque ellos no saben jugar, tienen miedo de quedarse solos, no saben poner reglas y defenderlas, los apabulla elegir un equipo sin consultarlo con quienes creen que saben, como vos o yo, que por algo estamos acá esperando la chance de hacernos con el partido del otro.

El tiempo pasa y los tontos de alrededor se aburren y luego violentan. Uno, de vaya a saber que lado, apura a mi amigo argumentando tiempo y tedio. Y como juntos se dan coraje, un segundo y un tercero lo sigue, quizás un cuarto y un quinto. No lo sé a ciencia cierta porque toda mi atención está en tus ojos y en el posible quiebre que pueda encontrar, vos seguro que pensás lo mismo sobre mis argumentos, que no son tan sólidos después de todo. Tengo la esperanza de que podamos llegar a un acuerdo. Entonces te veo mirar de reojo y decirle a ese que grita que se calle. Y ese se calla. Pero el segundo se te anima y el tercero le tira un empujón a otro detrás mío que también grita. Vos empujás al que te hizo caso y se calló, porque sí, porque se lo merece, por no ser fuerte y por eso ni pelota ni campo.

Y ahí aparece uno que empuja a tu casi hermano que se cae encima mío y yo que intento volver a mi posición lo empujo con la mano que no acaricia la pelota. Vos me mirás y lo defendés. La negociación se ha roto. Ahora solo somos un lío de trompadas mal dadas y patadas a las canillas. Gritos e insultos. Yo ya no sé donde está mi pelota y sobre tu campo hay sangre de narices y rodillas. Pero eso no importa mucho, porque nadie se va a atrever a reclamarlos como propios.

Vos y yo peleamos también, pero yo no te toco ni vos te acercás. Le pegamos a los amigos del barrio, a los compañeros de clase, a los pibes de la manzana. Pero vos y yo no nos medimos, no vaya a ser cosa que uno sea más fuerte que el otro, porque mejor que cada uno crea lo que quiere y que nadie lo sepa de verdad ni los tontos ni vos ni yo. Total... para lo que dura el recreo, acá la verdadera acción es en el baldío después del cole, ahí sí que vamos a jugar el picadito como dios manda.