Una Idea Genial

Has concebido una idea genial. La tienes, es tuya. Podrías hacer mucho con ella, quizás todo lo que has deseado alguna vez. También confías en que te pueda deparar sorpresas que aún no te animas a pensar. Conoces la veracidad del cuento de la lechera, pero no te asusta del todo. Tienes lo que quieres, lo que has buscado, lo que muchos otros ni siquiera sueñan con tener. Tienes La Idea. Así, con mayúsculas. Y es genial. De cabo a rabo. Solo hay algo que te separa de ella, lo que te mantiene inquieto, ansioso e idiota frente a tu genialidad. Y es que no tienes ni puta idea de cómo contarla, plasmarla, escribirla, dibujarla, filmarla, esculpirla. Ni un apurado boceto podrían producir tus manos que contara algo de ella. Lo que no puedes, ni sabes, es cómo sacarla de tu mente. Parece banal, pero es terrible.

Esa idea genial está en tu cabeza. Solo en tu cabeza. Por ende es tuya. Solo tuya. Eso está bien, pero: ¿cómo puedes probar que existe? ¿Cómo puedes mostrársela a los demás?

Si no la sacas es como no tenerla. Y así como así, de repente, no tienes nada. Ahora eres un fracaso. De nuevo no eres nadie. O peor. Eres alguien que no tiene una idea genial. Peor aún. Eres alguien que tiene una idea genial pero como no puede contarla de pronto la pierde. Impresionante.

Al fin y al cabo, de aquí en adelante todo lo que te define, o de lo que depende tu definición a futuro es un problema de expresión. Entendido a todos los niveles posibles. Tu idea genial no se deja articular ni siquiera en palabras echadas en el fluir azaroso de una conversación contigo mismo. ( Y eso que, como todos saben, a las palabras se las lleva el viento, pero la tuya ni pío, ni para alejarse de ti. Vaya que te quiere tu idea.)

Así es como te encuentras en este estúpido momento de la Historia: tú solo con tu idea genial que podría hacerte pasar a la posteridad por la puerta grande. Pero parece que vas a quedarte ahí donde estás, en el umbral. Mudo e inerte. Maldita suerte la tuya.

Vuelves sobre la idea de perderla por olvido, te entra el miedo y como respuesta mecánica la buscas y la tocas en el pensamiento. Te aseguras de que está ahí. Está. OK. Eso te alivia un poco. Tratas de relajarte pensando que mientras exista, aunque solo sea en idea, guardas la posibilidad de que, algún día, otra chispa de genialidad te dé la pauta de cómo sacarla. Pero… ¿realmente cuentas con todo el tiempo de tu vida? No. Cabe la posibilidad de que, así como se te ha ocurrido a ti, se le ocurra a otro y también puede que ese otro no tenga la tara tuya y la exprese. Serías hombre muerto.

De ahí que ahora, además de tarado, te corre el tiempo, no confías en tu memoria y te carcome la desesperación de no poder sacarla. Una realidad fatigosa la tuya.

Por otro lado debes tener en cuenta que probablemente todos estos inconvenientes te arrastren hasta una situación de estrés insoportable, que te obligue a sufrir torturas como no poder dormir, ni comer, ni relacionarte con otras personas. Que no puedas sortear el hecho contundente de estar en el mundo. Y después de una odisea como esa ya quedará poco de la idea genial, transformada en un mazacote de miserias enredadas y difusas, culpable de todo aquello que te está comiendo la vida. Entonces no serás tú quien tenga una idea genial, sino que una bastarda secuencia de pensamientos alrededor de algo se habrá apoderado de ti y hará de tu pequeña invalidez una mierdecita sin vida propia.

Este es el momento donde te decides a descartar tu idea para siempre y escoges ser una persona normal tratando de pasar lo mejor posible tú tiempo por este planeta. Luchando por olvidar que alguna vez tuviste una idea genial. ¿De verdad estás dispuesto a semejante sacrificio? No. Bueno, no lo sabes del todo.

Aparcas el problema cerca de la idea. Con un solo conflicto ya tienes suficiente. Por el momento continuarás haciendo el esfuerzo de sacarla. Eso, harás el esfuerzo. Te sientas, coges papel y lápiz y te obligas a escribir algo. Lo que sea. Comienzas:

 

Tengo una idea genial, solo que no sé cómo contarla. Pero soy un genio con una idea genial. Tienen que creerme”.

 

Fantástico. Tu idea se ha convertido en una cuestión de fe. Y tú no quieres que tu idea esté emparentada a la fe porque siempre creíste que la fe era un engaño, un concepto que definía el hecho de convencerse de algo que nadie probó que existiera. Tamaña paradoja la tuya. Pides fe para tu fe. Odias la idea. Vaya, podrías seguir atando coincidencias sobre el tema, pero se torna cansador y absurdo. Vueltas sobre espirales vertiginosos que no llevan a nada y para no ir a ningún lugar, ahí donde estás.

Es cuando aparece el primer síntoma de la derrota. La depresión, el pesimismo. Empiezas la carrera hacia atrás con una versión básica del bajón: la vida es injusta. Explicar semejante obviedad no tiene sentido. Pero como no eres tonto y sabes a donde vas a terminar si sigues por ese camino tratas de darte un empujón hacia el otro lado. Te dices: “mentira, la vida me ha elegido, la fortuna me ha tocado, me dio La Idea Genial”. Claro, ahí te quedas. ¿Qué más vas a decirte? Pero como te reconforta la ilusión de que tienes una idea te abrazas a ella. La tanteas de nuevo. Te aferras a su existencia quieta y le juras fidelidad, es decir, le ofreces tu vida hasta que la muerte los separe. Al carajo con el resto. Ese es tu sacrificio y no otro. Tu vida ya le pertenece.

Como has decido que vas a pasar mucho tiempo con ella adentro y que, según tus cálculos, la mejor manera de comenzar una relación con alguien es llevarse bien en la cama, lo cuál no siempre implica sexo, ni mucho menos, te recuestas. Quieres descansar. Quizás eso sirva para aclarar tu idea y que emerja. Relajas el cuerpo, cierras los ojos y vas tras ella con todo tu espíritu.

La ves allí, media agazapada, ocupando algo de espacio de tu memoria. Temes que si te acercas demasiado de golpe se te diluya delante de tus ojos. Deseas llamarla, para que sea ella la que venga hacia ti. Por alguna razón crees que si se mueve se desplegará y así será más fácil capturarla. Pero no puedes. Porque no sabes como. Porque no puedes definirla. Ya no estás seguro ni de lo que se trata. Ahora apenas intuyes que sea genial. Pero a ti te basta lo mínimo, te acostumbras a eso. Con ese poco, con esa casi nada y con toda la voluntad que logras reunir, das un paso. Y otro. Y otro más. No pasa nada. Tomas confianza y haces lo que deberías haber hecho desde un principio. Te sumerges completamente en su aura y ahora si, desde adentro, la ves clara. La comprendes toda. Puedes repetirla con palabras, contarla. Vestirla de carne de verbo.

 

Abres los ojos. Sientes la boca pastosa y los párpados pesados. Tu cuerpo todavía está dormido. Sabes que si miras tu muñeca y calculas sobre los datos de tu reloj, podrías averiguar cuanto tiempo has estado durmiendo. No lo haces porque no lo consideras importante. Lo primero es recuperar el logro de haber vivido tu idea genial. Repetir lo que hiciste. Pero vaya, apenas puedes distinguir la realidad y te encuentras repitiendo como un poseso, una y otra vez: “He soñado que tenía una Idea Genial”. Y todos saben que los sueños tarde o temprano se terminan evaporando. Más temprano que tarde.