Teatro


" La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos

a los hombres. Estos conmueven por su condición

de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el

último; no hay rostro que no esté por desdibujarse

como el rostro de un sueño."

J. L. BORGES

 

Su vida no iba más allá de los grandes y pesados telones rojizos de aquel viejo teatro, pero ella lo ignoraba. De ahí que sus sueños se subieran a las tablas de los escenarios más lujosos e importantes del mundo sumergida en personajes de diversas formas y temperamentos, bellos y seductores, aplaudidos u odiados, dueños de un público que imaginaba fanático. Mientras tanto, continuaba con su obra que no era más que un enredo de palabras y dramatizaciones inconexas y si de algo estaba segura, era que la gente no iba a verla por su valor cultural, sino porque las entradas eran de bajo costo y algunos días de la semana gratis. Pero su temple y fortaleza, digno de aquellos que solo sueñan con la gloria, no permitían que este percance de principiante la abatiera.

Por otro lado, bien sabía ella que esa noche podía ser su gran paso a la fama. Algunos críticos renombrados habían aceptado concurrir a una de sus funciones. Estos personajes eran duros con sus calificaciones pero valiosos y respetados sus comentarios. Podían cambiar la fortuna de cualquier espectáculo. Este pensamiento la ponía sumamente nerviosa. Tanto, que trastabilló al subir las escalinatas laterales del pobre teatro. Tanto, que no sintió las piernas cuando recorría el largo y oscuro pasillo. Tanto, que no recordó la letra de la canción que entonara todas y cada una de las noches cuando se sentaba ante el espejo a maquillarse.

Muy lejos de esta situación, pero no del teatro, Castro, un obrero eternamente desocupado, embebía su alma y su tristeza en alcoholes rancios. Acababa de perder horas atrás a su mujer y a su hija recién nacida en un hospital cercano. "No lograron superar el difícil parto", fue la noticia fría y seca e inmediatamente lo invitaron a retirarse del establecimiento. Ahora lloraba sus penas y su bronca, dejándose arrastrar por una locura dulce y sin sentido. Durante ese doloroso tiempo transcurrido se dejó embestir varias veces por la idea del suicidio, una salida urgente y definitiva para ese espiral de confusión y claustrofobia en el que se sentía atrapado. Esa fue la razón por la cual antes de ahogarse en el bar había recogido de su casa una vieja arma, único legado de un padre al que no conoció, pero que al fin le sería útil. Por lo menos eso pensaba él.

Bebió hasta que su cuerpo, impedido de tragar una sola gota más, lo empujó hacia la calle. Caminó sin destino durante el lapso que su borrachera tardó en dejar de ser un feroz trompo de náuseas. Y en el momento exacto en que vislumbró recuperar un precario equilibrio, traspasó las puertas del derrumbado teatro.

La función había comenzado unos cuarenta y cinco minutos atrás y el hall de entrada lucía un insuperable aspecto desértico, apenas esa presencia fantasmal del boletero y acomodador, viejo holograma entredormido en un rincón. Éste era un hombre de edad, su cuerpo dejaba adivinar que en los buenos tiempos había sido una persona fornida y ruda y que ahora solo guardaba un porte venido a menos y una gran barriga amorfa. Su antiguo temperamento, inquebrantable y feroz se había convertido en una sumisa esclavización al jefe, al que nunca conoció ni conocería, pero que al fin y al cabo era quién lo alimentaba a pesar de ser ya un viejo inservible. Por esto, por el temor de quedarse en la calle, por el respeto al patrón y por la desconfianza que le tenía a su memoria y a los cambios repentinos del mundo del arte, no cuestionó ni se opuso cuando Castro, en un acto de lucidez y con el solo fin de meterse en la sala, le mintió al decir que formaba parte de la obra, a la cual, por supuesto, desconocía por completo. De hecho la obra se trataba de un tétrico unipersonal. Pero para su ventura, el viejo tampoco conocía la estructura teatral lo que le permitió justificar la rareza que le producía que el actor entrara por la puerta del público y no por las acostumbradas bambalinas, y así fue como sin objetar nada se hizo a un lado y con una reverencia de subyugación al artista, lo dejó pasar.

A Castro le llevó unos segundos acostumbrar los ojos a la oscuridad de la sala. Cuando la imagen se aclaró, eligió la butaca más escondida y se propuso esperar el sueño que creyó no tardaría en llegar. Una vez acurrucado se abandonó a una apática observación de su entorno. Era notable la falta de público, apenas si la mitad de los asientos estaban ocupados. Sobre el escenario una joven mujer corría a gritos de un lado a otro, envolviéndose la cabeza con las manos una y otra vez. Los tablones crujían bajo sus pies.

El obrero estuvo largo rato escrutando la escena, mientras intentaba comprender la confundida e insulsa historia de la bibliotecaria que se conectaba con algo del que no se podía saber a ciencia cierta qué o quién era pero que se parecía a la nada, pero a pesar de sus esfuerzos lo único que logró fue que se despertara en su alma una inmensa compasión por la actriz, que a toda costa y sin ningún resultado, procuraba darle importancia a su acto, peso a sus palabras, pasión a sus gestos e interés a un personaje anoréxico de atención. Tanto fue el dolor que le produjera ese vano esfuerzo actoral que olvidó sus desgracias. En su abombamiento etílico vislumbró que ya no era la muerte su fin sino ayudar a triunfar a esa mujer. Debía darle poder de veracidad a sus palabras y a sus gestos, debía ponerle fuerza a sus historias y lucidez a esos toscos movimientos falsificados. Fue así como su mente comenzó a tomar otras dimensiones. Ya no pensaba como el obrero frustrado y solitario, lejos de esto la metamorfosis psíquica de su delirio lo depositó en la sublime posición del "actor" Castro. En pocos segundos sus piernas sintieron nuevamente el peso de todo su cuerpo excitado. Su mente alucinada lo empujó a un acrobático salto que terminó estaqueándolo en el medio del pasillo en el mismo instante en que su ronca voz retumbaba el grito de detención, un ALTO feroz y dictador.

En sincronía, todos los ojos del teatro, incluyendo los de ella, se depositaron en esa sombra alta, delgada y difusa. Sin espacio a los murmullos, la voz volvió a hacerse sentir. Pero Castro-actor ya había gastado el único momento de lucidez de su triste vida ante el viejo de la puerta, lo que dejó notar el vacío mental que conquistó el espacio donde hubo de deslumbrar un glorioso discurso. La búsqueda desesperada que se produjo en su interior solo logró parir un poderoso "Salario digno al obrero o van a presenciar revolución". De más está decir que estas palabras tampoco eran de su creación sino que las había escuchado alguna vez de la boca de un pseudo sindicalista que después de estafar a sus seguidores y cometer otros delitos carcelables, se fugó dejando serios problemas a quienes como Castro seguían repitiendo sus frases. Sin embargo, no fue esto lo que originó el nuevo silencio que tensó la situación, haciendo indispensable una mejor salida, sino esa falta de tiempo y memoria para otra frase. Entonces recurrió a lo que tenía a mano y esto era el arma de su padre. Dos disparos bastaron. Se hundieron en el pecho de la mujer con la sutileza de dejarle un mínimo de tiempo antes de morir.

Era obvio que nadie se inquietara pues todo podía ser parte del show, todo podía estar cambiando en cualquier momento y esa gracia del arte fue la que le tocara a ella, quien sin perder segundo y ante ese dolor veraz-voraz, pronunció las palabras que la llevarían a la fama. Todo era tan real, tan encarnadamente perfecto, que era una lástima que su gloria llegara post-morten. Cuando al fin cedió ante la muerte todo se envolvió de silencio. Fue instantáneo que varios cuerpos se giraran hacia Castro y este dio paso al final, un suicidio emotivo y sin palabras que fue seguido por un caluroso aplauso de pie. La obra había finalizado.

La verdad no tardó en saberse, pero lo que hubiera sido calificado como homicidio y póstumo suicidio, fue coronado como la obra más gloriosa del siglo. Se hizo una apabullante apología del delito bajo títulos como: “Ejemplo por amor al arte" o "Todo por salvar la obra". Las crónicas publicadas en los periódicos de los siguientes días dicen algo así:

 

(...) el sacrificio de dos actores para salvar la dignidad de la obra debiera ser interpretado no como un acto de locura, como muchos legos del arte pueden suponer, sino como una táctica de alta calidad, lo que no podría ser menos proviniendo de dos actores como Carlos Castro y Vanesa Cabrera.

Se sabe de esta última que trabajaba en obras y teatros underground solo para luchar contra la marginación de varios autores nuevos, la llamaban "la heroína de los escritores de la nueva era", que ya se sabe nunca son bien aceptados por los grandes círculos teatrales.

De Castro se desconocen antecedentes, pero según los comentarios de sus conocidos, había elegido para su obra un ámbito de total carencia material en el cual pasó toda su vida. Una elección por el sacrificio que le valió el completo desconocimiento de la fama.”

 

(...) el testimonio de Hernisio, boletero del teatro, un hombre entrado en años quien dice conocerlo desde sus juventudes, declara que Castro siempre se había apasionado por el teatro marginal, al igual que su compañera. (...)”

 

“Carlos Castro, nada más ni nada menos que la leyenda de ese arte laberíntico y escondido de los barrios bajos, por quien luchó toda su vida. De costumbres modestas, estos grandes artistas dejan la importante lección de amar lo que se hace y por lo que se lucha, así sea hasta la muerte.

Un acto ejemplar.”


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