Border girl, drunk monkeys and The Flying hot dog

Uno de los infinitos prófugos


Las tablas cedieron bajo sus pies. No fue demasiado pero logró alterarle el ritmo cardíaco. A veces tenía una sensibilidad insospechada. Algo parecido le ocurrió cuando la luz lateral la puso en su mira. Era la señal convenida.

Arrojó violentamente toda su cabeza hacia delante. Sus ojos, de estar abiertos, hubiesen hecho un profundo surco en el piso. Sus sucios y rabiosos pelos rojos se abrieron en un largo y alto abanico. La pared se tiñó de su transparencia.

Tomó el micrófono y lo apoyó en lo más interno de sus labios. Luego lanzó el alarido. Inmediatamente la música emergió de sus espaldas y la atropelló como una locomotora. No dejarían de pisarla mientras ella siguiera gritando, saltando, meneándose, provocando lascivamente a un público derruido, cerebralmente acabado, especialmente acabado para ella. A Casta no se le achicaron las pupilas ni cuando la luz le dio de lleno. Saltaba endemoniadamente. Le excitaba ver el hervidero de gente que poco más bajo de sus pies, se revolcaba, se retorcía, gritaban como quienes son expuestos a terribles y crónicas torturas.

Detrás de ella, su banda se desbocaba. Era imposible que lograran un acorde sin imperfecciones. Cada cual tocaba algo diferente.... pero a veces era a propósito. No tenían una definición para su tipo de música. Era obvio que tampoco les importaba. Solo buscaban esa conexión, pequeña conexión con el mundo de la subsistencia, y esa inmensa, devastadora desconexión que les ofrecía canalizar la mierda arruinando los vulgares instrumentos. En algún punto llegaban a desconocer sus nombres y sus edades y sin embargo pasaban la mayor parte del tiempo juntos. Sospechaban que ninguno pasaba la veintena.

Entre la poderosa energía que surgía detrás de ella, desde los músicos, y la empujaba sin piedad hacía adelante y el oleaje depredador de manos, piernas, brazos, dientes y sadismo que despedía el público, se debatía su vida. Sus piernas hacían grandes esfuerzos por mantenerse firmes pero indefectiblemente dejaba caer su voz sin piedad. Ya no se elevaría. Al contrario, raspaba el sonido por todo su delgado cuerpo, haciendo que congeniara con sus saltos, con sus golpes brutales contra la pared... como si eso pudiera arreglar algo de las neuronas quemadas de adentro. Se arrastraba como víbora hasta que no podía soportarlo. Siempre pasaba lo mismo, tomara lo que tomara, nunca llegaba al orgasmo, nunca podía soportarlo. Y se dejaba vencer. Empezaba a girar su cabeza, con los ojos cerrados, a veces caía y volvía a levantarse y repetirlo una y otra vez. Después era su torso el que flameaba, se arqueaba contranaturalmente. Estando de espaldas al escenario, los pies atornillados al piso y su columna que le permite ver a su grupo al revés. Entonces todos los demás la veían profundamente. La posición le levantaba la falda al público, por más cadenas que colgaran de su piernas a la vagina, de sus pies al ombligo, de sus rodillas a las ligas, todo se abría al espectáculo.

Y su camiseta desgarrada se deslizaba hasta taparle la cara y sus amigos verían sus tetas, deliciosas tetas.... reliquia de vida.... aún. Y no paraba de aullar y jadear. Imposibilitada de un final, aletargaba el clímax hasta donde su cuerpo lo soportara.

De golpe de pie otra vez. Disfrutaba del mareo. Todo giraba a su alrededor. Los púberes le arañaban las piernas, la reclamaban, la lamían. Sentía que le ardía la garganta, no, no de nuevo, no más. Estática los miraba retorcerse, hundirse, salir de nuevo en pogos ultraviolentos. Sabiendo que llegaba, abría la boca y lanzaba un grito agónico y detrás un abundante vómito de sangre. Sangre de su garganta rota, maltratada, violada. Bañaba a sus súbitos como ritual. Ellos abrían sus rostros y bocas y cuerpos a recibirla.

          Y entonces Casta recibía un fuerte impulso de morir. De estallar.... de morir.

          Y entonces se dejaba caer a la marea humana que la esperaba, sucia de si misma.

           Pero nunca llegaba a morir, solo la despedazaban un poco, hasta que el resto de la banda, hartos de furia se lanzaban con los instrumentos en punta hacia el abismo del escenario. Con sus armas musicales volaban unos metros, testeando el fuego de trompadas, patadas, dentelladas, violaciones que se abrían debajo de ellos. Caían dispuestos a matar. Ahora ya todo bailaban en el océano de potenciales asesinos fanáticos. Se desataba la guerra. Nadie de todos tenía nada que perder.... era el peor aliciente de batalla.

           Perder un ojo era un buen trofeo y la mejor salida. Después no quedaba nada. Arrasados los equipos, los instrumentos, los músicos, la cantante, el público. Algunos yacían tirados cuando todas las ratas corrían. Las bajas eran importantes para medir el poder del show.

           Los “Border Girl, Drunk Monkeys and the Flying Hot Dog” salieron. Habían tenido suerte esta vez. Solo tendrían que salir a robar nuevos equipos, nueva guitarra, toda un batería y el bendito bajo. Agradecieron otra vez no tener que salir a buscar nuevo cantante. Se la llevaban a cuesta, desvanecida, balbuceando incoherencias.... aunque eso era extremadamente normal. Escupiendo gotas de sangre.

 

- Maldita seas.... esa garganta te va a dejar muda en cualquier momento.

- Más que muda va a quedar seca.

- No quiero ni pensar en salir por la ciudad a buscar sangre para llenarla de nuevo.

 

            Y eso fue toda su expresión conjunta sobre el interés por el hecho. Les quedaba mucho por caminar, por hablar, por fumar. Después de algunas cuadras Casta ya podría caminar sola y se uniría a ellos otra vez.

 

           Probablemente el sol ya estaba demasiado alto o quizás estuviese más que nublado. Un gris plomizo inundado de aroma a agua, de neblina cegadora. De cualquier manera era imposible saberlo desde dentro de la oscura covacha donde se apiñaba la banda.

           Los dos cuartos del oscuro departamento apestaban a alcohol, a cigarrillo, a perdición contenida. De haber tenido un baño hubiese sido declarada zona impenetrable. Pero no lo tenían, no podían darse esos lujos. A base de peleas a trompadas conseguían algunos minutos en la habitación al final del pasillo. Baño compartido con el resto de los sucios inquilinos y algún que otro desvencijado ser humano del barrio.

          Casta abrió un ojo y puteó por haberse despertado. Un estúpido día más. Lo peor era que una vez que su cabeza arrancaba ya no había forma de volverla a dormir. Tendría que esperar hasta la noche otra vez, o hasta que alguno de sus compañeros trajera algo de narcóticos anestesiantes.

- Bien.... si ya no hay vuelta atrás – intentó levantarse, deseaba una oscurísima taza de café. Pero solo se quedó en el intento. Su cuerpo gritaba de dolor, como si hubiese sido golpeado a mazazos, con saña. Y eso había ocurrido pero no lo recordaba del todo. Se tanteó el cuerpo como pudo. Le ardía la piel. Se acarició las manos y la entrepierna. Sentía bajo sus dedos finas estrías de donde parecía haber brotado sangre que ahora estaba desprolijamente coagulada. Sobre algunas partes más dolorosas adivinaba el color oscuro que dejan los golpes. En otras zonas ni siquiera podía imaginar que podía tener, heridas seguramente pero de irreconocibles causas. Sonrió, seguramente la había pasado muy bien.... ahora solo hacía falta cerrar los ojos y dormir por lo menos quince días consecutivos, para que el tiempo hiciese lo suyo y la dejara como nueva.

            Cerró los ojos y los volvió a abrir. Imposible. Por lo menos esta vez le habían dejado la única cama. Se imaginó la desgracia de dormir en esos desgarrados colchones en el suelo, como le había ocurrido en ocasiones en que alguno, por alguna causa olvidada, lo necesitaba más que ella. Aunque para ser totalmente franca, la mayoría de los días le pertenecía. Sin embargo, no se le escapó el hecho de que estar acostada ahí significaba que era la que se encontraba en peor estado.

           Tanteó a su costado intentando rastrear donde apoyarse. Sintió una cadera desnuda debajo de sus dedos. Le gustó la sensación y siguió recorriendo hasta chocar con el elástico del calzoncillo. Un poco más abajo se encontró con la erección que ella misma había despertado en el cuerpo dormido. Le divirtió la situación. Sintió el ronronear del hombre a su lado, aunque eso no le permitía adivinar de quien se trataba. No debió esperar demasiado para que sus pupilas se acostumbraran a la oscuridad y ahora solo era cuestión de hacer el mínimo esfuerzo de girar la cabeza. Prefirió dejárselo a sus dedos.

           En verdad hacía rato que no tenía sexo con nadie. Ya ni siquiera recordaba si alguna vez había probado a los que ahora formaban una parte inextirpable de su vida. Quizás, alguna vez.... al principio.... con alguno... pero ya no lo recordaba y podía apostar que ellos tampoco. Por ahí tenían menos tiempo de celibato que ella, pero no demasiado más. Toda su relación había virado hacia el cuidado de la supervivencia, de un amor más allá de la amistad, de proteger lo único que se tiene en el mundo, a las únicas personas que por lo menos simulan importarle tu ser.

          Pero el roce en la oscuridad, la piel cálida de otro. Su respuesta a algo que la conciencia olvidó. Podía darse el permiso de seguir un poco más sin que se dieran cuenta. Realmente no le importaba a quien le pertenecía esa erección. Sin más se aferró a ella y aplicó la sutil táctica de menearla solo con los dedos, tomando la precaución de evitar que vibrara cualquier otra cosa, especialmente su cuerpo herido. El calor comenzó a tomar la forma de su carne, el deseo se le aferró a las sienes. Los efectos retrógrados de las drogas insinuaron elevarla a otro estado. Podía flotar, había salido del espacio húmedo e infectado del cuarto. Una ráfaga de imágenes se interpusieron entre su cerebro y sus ojos. El bombeo del corazón tenía el estilo de las rumbas. Y sintió, como hacía mucho que no sentía, unas poderosas ganas de vivir. Se abrían las sensaciones y comenzaba a desear más.

           El cuerpo junto a ella giró. Una mano delgada y fría la tanteó, tímida. Le recordó que no debía resistirse, que por lo general en esas situaciones, por cierto poco habituales para ellos, la gente se dejaba llevar para concluir en el más supremo de los éxtasis. Así fue como se deslizó a lo más profundo. Pronto olvidó el dolor de las heridas y las causas de su suicidio mental continuo, quizás ese podía ser un buen día.

Un suave movimiento bajo su cuerpo la despabiló. Un brazo de otro cuerpo rodeó su cintura. Entreabrió los ojos al techo enmohecido. Las manos ya no actuaban con suavidad sino con decisión. Aún así prefirió no saber quienes eran. En verdad le daba lo mismo porque no era asco, ni miedo lo que le nacía de las entrañas. Una rara sensación de certeza neblinosa, de angustia opaca comenzó a nadar desde la parte inferior, resaca subacuática de su inconsciente, pero no llegaba a tiempo para respirar. No intentó detener nada, esperar fue el único camino que se concedió.

           Dedos que entraban y salían de sus cavernas, sin permiso, abriendo espacios. Manos callosas que la desvestían, que le endurecían los pezones. Bajó los párpados otra vez. Por extraño que le pareció, se le ocurrió risible su vibración interna. Acaso era un instrumento más de esos músicos. ¿Cuántas veces esas manos provocaron jadeos en inanimados objetos musicales? ¿Cuántas miles de veces se cerraron sobre finas cuerdas para destrozarles la voz? ¿Cuántas millonésimas de veces acabaron en elipsis de deseos sonoros? Era su turno y lo tenía merecido. Sentía las erecciones colarse por sus caderas, rasparse contra las murallas de piel de su cintura. En cualquier momento estarían listas para hundirse entre su carne, colapsar en orgasmos conjuntos. Saldrían juntos del destierro de las mareas humanas. Volverían a esas experiencias corpóreas que hacen que la gente persista en respirar.

           Otro movimiento bajo su cuerpo. Ya no abrió los ojos. Creyó oír jadeos pero no estaba segura. Tampoco si salían de sus labios, de los labios contra sus orejas, de todos a la vez. Percibió una cálida sensación en su vagina. No, no era cálida, era caliente, era mojada y áspera. Un tercer músico, el último de sus hermanos bebía de su caja sonora, de su centro de poder femenino. Realmente ella podía ser una reina, por lo menos lo era en ese lapsus sexual de tiempo. Pudo imaginar lo que sucedería, pero prefirió dejar lugar para la sorpresa. Y en el interior, debajo, sobre y a los lados de la lengua, antes, después y en el mismo paladar, en la garganta, en los destellos de los dientes, todo se definía por una humedad suprema.

            Fuera de esa oscura habitación. Fuera de ese momento único. Fuera de todo aquello que depararía el tiempo después. Afuera en el mundo ya nada le era conocido. Nada ni nadie tenía lugar de existencia. Poco a poco, con el roer de las superficies, su mente se fue confundiendo, su cuerpo comenzó a primar desde el imperio de las sensaciones. Esa angustia certera que debía llegar, esa que esperaba aclarar, no la había alcanzado a tiempo y ya no estaba segura de si seguía avanzando.

            Unos brazos fuertes, fibrosos, venosos, que la alcanzaban desde todos los costados, la acomodaron de lado. Una ajustada puntada de dolor le atravesó el cuerpo y se le escapó por los cabellos. Sabía que no debía darle demasiada importancia o lograrían arruinarle todo. Supo cuando la buscaban. Podía respirar el aire de quien estaba frente a ella. Podía saber de los latidos que se hacen suspiros del que estaba detrás, sobre su nuca. Se preguntó si la estarían observando o como ella, mantenían los ojos cerrados. Se preguntó porque ese día y no otro, después de todo no era la primera vez que se apilaban sobre un mismo colchón a dormir. Se preguntó si estaría muriendo. Se preguntó que habría pasado la noche anterior que los estimulara a salir de su ostracismo sexual con ella. Se preguntó si el motor de todo habría sido su decisión primera de rozarse y tocarlos. Se preguntó si habrían estado deseando este momento y vieron la oportunidad en clave de sorpresa. Se preguntó si estaría soñando y nada de todo estaba sucediendo. Se preguntó si ellos la estaban soñando.

           Si percibió un agudo dolor cuando uno de ellos la penetró por la vagina, ya no supo como definir lo que sintió cuando quien estaba detrás le dilató el culo. Por un segundo pensó en decirle que ya era suficiente pero no lo hizo ,porque no era lo que realmente deseaba. Alguien se subió sobre su dorso, el dueño de una mano segura y gigante que la tomó por la mandíbula y le giró la cabeza. Apretó los párpados para no abrirlos. Aunque ahora estaba segura que ellos la estaban observando, seguía sin sentir miedo. Una soberbia muestra de virilidad endurecida se sumergió en su boca y le desbordó la saliva. Toda su cara hedía a si misma, mezclada con el agrio desnivel de la mugre viril masculina.

           Fue entonces cuando comenzaron a moverse. Todos dentro de ella. Un calor intenso le subió por las entrañas. El dolor menguaba con los roces y solo así comprendió que se estaban moviendo en sintonía. Quizás por primera vez en sus putas vidas hacían algo con armonía. No habrían logrado tal compaginación con los instrumentos como con ella. Encajaban a la perfección. Hacían una armoniosa música con su cuerpo. El goce se extendió sobre ellos y ya nada corría por fuera. Los minutos eternos de la detención del tiempo. El espacio propio, saliendo de sus putrefactas vidas. Que más daba que la perfección no existiera si el momento era absoluto.

           Y de pronto el quiebre, antes del orgasmo, antes de toda posibilidad de dicha. Los brazos que la amarraban por doquier se soltaron. Se estiraron más allá de ella. Se abrazaban entre ellos. Se acariciaron sus masculinamente diminutas caderas. Sus espaldas se movieron alzándose sobre su cuerpo. Percibió el ruido de las lenguas chocando, de la saliva chasqueando por encima de sus oídos. Se besaban con fruición, sin desatender la cadencia que los transportaba. Y en eso estaba cuando llegó a la superficie de su consciente, al golfo solar de su sala de torturas el conocimiento de la angustia. Agotada, más no por eso menos certera, supo la respuesta. Ahora si, ebria del miedo de sabiduría, de quien se ve postrado ante una verdad o más aún, ante una revelación, concibió su destino más próximo, el remedio para lo que no debió ocurrir, de lo que no estaba segura que hubiese ocurrido.

          Atravesando las calientes arenas del sopor lanzó el alarido. Para despertarse, para despertarlos. Una gota de sangre desanduvo su labio inferior.


Escribir comentario

Comentarios: 0