Vidrios sobre el celuloide

De Pupa


 
Apretó su gorra contra la cabeza de manera que la sombra de la visera se expandió hasta la mitad de su nariz. El sol despuntaba sobre el horizonte, minutos que lo dejaron suspendido mirando a la distancia, tratando de recordar cuanto tiempo había pasado desde la última vez que fuera espectador de un acto tan cotidiano como sagrado. Descubrió con lástima que su memoria no llegaba tan lejos. 

Envuelto en ese juego solitario de perder el tiempo y el aburrimiento con pensamientos aletargados, intentó descubrir que palabras eran las necesarias para llenar ese vacío de su alma con la ceremonia del amanecer. Buscó eso que llamaban experiencia divina, eso de la que tanto hablaban los iniciados y las personas felices y en armonía. Eso que dicen todos los seres humanos de los grandes acontecimientos de la naturaleza, de las riquezas de la vida. Eso que, cuentan, ha de cambiar tu forma de ser y de acceder al mundo. Pero para su desgracia, no encontró nada más que hastío y cadenas de reflexiones tan adyacentes como estúpidas, o efímeras. Y sintió una bronca que no quiso escudriñar para evitar darse cuenta que él estaba invalidado para realizar semejante paso. Tampoco intentó descubrir que fue lo que obró para arruinarlo por el resto de su vida (aunque midiera su tiempo por cada segundo a respirar).

 

 

Se sacudió esos inútiles pensamientos evocando en voz baja una oración de expiación.

 

 

 

 

 

Y como quién no quiere la cosa tocó el cuello de Uma en busca de pulso. Estaba allí... pero fatigado, dando la sensación de que cada latido iba a ser el último y de que por piedad debería serlo. Pensó que su amiga era uno de los seres más resistentes que conocía, y eso que aún no había tenido la oportunidad de ver, detenidamente y a la luz del día, el estado en que se encontraba su cuerpo. 

Uma pertenecía a esa categoría de personas que resultan fascinantemente resistentes a  todo, esas circunstancias que para la mayoría de los mortales implica la muerte garantizada. Cierto era que estaba dotada, por lo menos en sus buenos tiempos, de un físico envidiable en cuanto elasticidad y fuerza, en todos los órganos y miembros por igual. Pero tan cierto como esto, era la realidad a la que se había expuesto en los años posteriores, por voluntad propia y ajena, que entre drogas y dolores, además de una poderosa carga de autodestrucción mental continua, la mancillaron hasta convertirla en apenas un resabio de ser humano. Ahora, a su lado, vencida por un estado de coma feroz, yacía al borde de la muerte y en su rostro no quedaban vestigios de ese poder iracundo del que hacía gala continuamente, sino que se la veía reposada, entregada y liviana. 

 

La ruta pasaba delante de uno de esos pueblos industriales  de cemento y vacíos de vida. No estaba en sus planes iniciales detenerse, pero teniendo en cuenta que había estado toda la noche conduciendo y que todavía no había aprendido a escindirse de las necesidades físicas, decidió entrar. Unos minutos más o menos no cambiarían el rumbo de vida de Uma. O lo que quedaba de ella.

Ingresó por una de las avenidas principales buscando una estación de servicio. Las calles se sucedían sin pista de una, así que no pudo evitar sumergirse en ese bastión de lo apocalíptico, cubierto de calor rígido, metales malolientes y personas secas. Finalmente se estacionó en lo que parecía ser el centro de ese universo anodino, una arrumbada gasolinera que hacía más de café del pueblo que de carga de combustible. Todo el espacio alrededor olía a encierro.

No había muchos autos en el lugar, apenas unos dos o tres cascajos, quizás por eso resaltaba aún más ese demoníaco Linconl negro estacionado a poco metros de la entrada al bar. Lo observó en su camino hacia los baños, dispuestos un poco más alejados del resto del complejo. Le pareció una obra de arte, sobre todo el cuero rojo y la madera virgen que le terminaba el interior. Inmediatamente después de pensar esto, y sin ninguna razón aparente, se detuvo a mirar el cuerpo de Uma a lo lejos, yaciendo desmayada dentro de su auto. Algo le inspiró una sensación de protección, totalmente extraña para él y que la descartó sin demora.

Le preocupó más que algo le erizara la piel, y no tenía nada que ver con los fétidos aromas de los baños ni con la grasa vaporizada del café. Existía algo más, algo denso flotando en el ambiente que parecía chocarse con su mente, como un halo que lo rodeaba, como si estuviera metido entre fantasmas o, lo que es peor, como si nadara entre las presencias de lo que va a suceder.

 

Y no parecía ser bueno.

 

Una vez concluidas sus tareas evacuativas se dirigió la interior de la cafetería. Estaba esperando que le sirvieran el pedido cuando divisó a pocos metros de él a dos personas a las cuales, supuso, les pertenecía ese magnífico Linconl estacionado afuera. Se quedó observándolos largo rato, más del que necesitaba, pero sus figuras exhalaban una atracción difícil del desviar. Un hombre y una mujer notoriamente altos, un negro oscuro era el aura de sus rostros. Él tenía unas facciones imponentes, seductoras, afiladas, por lo menos desde ese perfil que poco decía de los detalles. Sus grandes manos descansaban sobre la mesa vacía. Ella tenía el cabello violeta, rizado y violento. Definitivamente no era tan bella como el hombre, pero su figura bien formada y definida se imponía diez veces más. Sus dedos dibujaban círculos en el aire, los mismos que su pie, demasiado lejos de sus caderas, repetían debajo de la mesa. Detrás de sus blancas pieles emergía un holograma de cansancio, una penumbra de desolación.

De pronto, ella giró la cabeza y lo miró, pero sus ojos no se detenían en su cara sino que parecían ir más allá, como si se paseara por su mente. Un segundo después, el hombre también se fijaba en él. Les mantuvo la mirada a lo largo de varios minutos, luego ellos se pusieron de pie y salieron al desierto solar de la playa de carga de combustible. Podía asegurar que habían estado hablando entre ellos todo el tiempo, aunque no hubiesen pronunciado una sola palabra, ni esbozado un mínimo gesto.

Algo sobre su café lo desató de ese impasse de tiempo que le habían tragado esas personas. Pasado unos minutos se preguntó porqué aún no había escuchado el motor del auto encenderse, pero se resistió a la curiosidad de seguirlos. Además ¿qué podían interesarle dos desconocidos con rostros lúgubres y comportamientos alienígenas? ¿qué podría ocurrir que lo sorprendiera? ¿qué no? En ese momento la camarera apoyó su pedido sobre la barra, justo debajo de sus narices. Él levantó la vista mientras el grito atravesaba el espacio. Mirando el reflejo que se proyectaba en las pupilas dilatadas de horror de la mesera, vió el principio de la escena. .

 

  • ¡!Deténganlos, deténgalos, son unos asesinos, unos demonios!!! – él que gritaba era una adolescente desgarbado y estúpido al que había visto cuidando los surtidores junto a su compañero, otro chico que parecía poco más joven que él, pero con más vitalidad. – deténganlos, tienen a mi amigo, mataron a mi amigo, hija de puta!!!

 

Pilo salió sin prisa al aire caliente del día. Aunque el muchacho gritaba como un energúmeno no se atrevía a dar un solo paso hacia ellos, ni para detenerlos ni para seguirlos, tampoco parecía poder mirarlos. Vociferaba con grandes aspavientos, reclamando ayuda a alguien. Pero salvo Pilo, que no tenía ninguna intención de ayudarlo, nadie se movió. Todo alrededor era como si se hubiera paralizado. El aire, el calor, las personas. Solo la mujer y el hombre vestidos extrañamente altos, absortos en algún punto lejano de sus mentes, continuaban con paso tranquilo hacia el Linconl.

Su primer pensamiento ante semejante escena fue que realmente le gustaba mucho el coche, y que en cuanto consiguiera uno no dudaría en adquirirlo. La segunda reflexión fue que su café se estaba enfriando por culpa de algo que no le interesaba en lo más mínimo. Pero al girar sobre sus talones hacia el interior del lugar alcanzó a detectar por el rabillo del ojo un movimiento dentro de su coche. Entonces no dudó en revertir su decisión y caminar con pasos ágiles en dirección a esa señal de vida de su amiga.

En el trayecto a su auto, cruzó por delante de esos personajes lúgubres que no se percataron de su presencia, ni modificaron su andar ceremonial.

Detenido en el flanco de su auto, dio repaso a esa masa amorfa de partes humanas que alguna vez hubo de ser su amiga. A plena luz del día las llagas en el cuerpo de Uma le parecieron demasiadas, profundas y asesinas. Todo su piel esta cubierta de una capa de sangre seca, ampollada y retorcidas por efecto del fuego, huellas de un pasado reciente que no le prometía ningún futuro. Los metales de su tutor estaban carbonizados y su carne se abría de par en par en aquellas zonas donde se habían concentrado las descargas eléctricas. Al observarla tuvo la certeza de haber sido engañado por un espejismo de su deseo o de ese sol abrumador que enloquecía a las personas y creaba fantasmas allí donde no había más que tierra y sopor. Entonces escuchó por fin el ruido del auto. Lo escuchó rugir y luego alejarse envuelto en una nube de polvo para dejarlo ahí, rodeado de un silencio interno que ni siquiera lograba interrumpir los gritos incesantes del idiota de la playa de  combustibles.

Un leve y frío aire le rozó la mano. Sin inquietarse volteó la cabeza hacia la cara de Uma. Ella tenía los párpados entornados de tal manera que la ausencia de su ojo era apenas una línea oscura y viscosa. Y desde esa oscuridad le murmuró:

 

 

- Ella se comió al chico.