La Chica del Tercero


Quince minutos antes la chica del tercero miró el cielo color ratón y luego se arrojó al vacío. En el recorrido de la caída su cuerpo se enredó entre los cables de la luz y la ley de gravedad y así como así quedó sostenido por un nudo incalculado alrededor del cuello. Y se desnucó. Aunque el plan no había cambiado, las imágenes no eran las mismas. Así fue como el cuerpo quedó suspendido.

Él estaba en la habitación de las ventanas a la calle intentando terminar con las tareas de lengua cuando escuchó un ruido corto y seco. Giró la vista hacia su izquierda y allí estaban esos pies desnudos, balanceándose apenas. El cuerpo lo llevó imantado hacia los confines de la ventana. Un zoom morboso que no le alcanzó para vencer el impacto y el miedo. A duras penas logró torcer el cuerpo, inclinarlo hacia el espacio inmediato. A pesar de su esfuerzo, la cabeza no cupo en el campo visual y así se ahorró una imagen para siempre. Igualmente supo que se trataba de la chica del tercero por el vestido e inmediatamente se acordó de una sonrisa enmarcada en labial rosa, húmedo, y unos dientes no tan blancos, un suave perfume a cigarrillo. No pudo precisar si el saber de los cigarrillos se debía a un recuerdo olfativo o a uno visual, uno de verla pitando distraída, a veces, en la vereda. En su casa no se fumaba pero ella se veía tan bien que daban ganas.

Con vergüenza, forzó su cuerpo otra vez buscándole las piernas y ya que estaba un poco más allá, hasta la ropa interior. Un diminuto rectángulo rosa recortado entre piernas. Una intimidad robada a destiempo que lo sonrojó. Una humedad quieta y no era el día. Podría haber sospechado de su naciente pavor obsceno, pero no tenía la menor idea de lo que significaba pavor y mucho menos obsceno. Una edad que sobra para la infancia y debe para la juventud.

Entre esa dilatación febril de su mente le nació un rumor de lejos, un cuchicheo de vecinos en la calle, allá abajo. Nadie elevó la voz y por eso se perdió de a momentos. Luego llegaron algunos policías y hablaban de bomberos y urgencias, de otros fuegos y de otros vivos y muertos, el pecado de ser joven y la ignorancia imprudente. Y si nadie sabe, nadie sabe, que no es por especular pero a mi me pareció, quizás sea por lo que se decía, aunque no se decía mucho, pero fijate que pasó y así el barrio se fue llenando de murmullos a los pies de la chica del tercero. La ley del murmullo dice que cuando se hace continuo desaparece, esta no fue la excepción y de nuevo él quedó solo ante esa parte del cuerpo que pendía de cara a la ventana, una desnudez de dedos finos y piel blanca.

Creyó enamorarse.

El último sacudón y la posición le volcaron el resto de sangre a la punta de los dedos, pero sus pies seguía siendo esbeltos, marcados por suaves fronteras de pequeños huesos. Los tobillos redondeados y finos le sonreían.

Pensó en los pies de su madre y en los suyos propios. Los dolores y durezas que va creando el encierro de los zapatos. Un cansancio y un calor que sube desde la tierra. Pero esos no. A simple vista parecían no haber sido calzados nunca, dado que de alguna manera estaban felices. Los talones no tenían grietas ni deformaciones, eran talones hermosos. Realmente hermosos, sugestivos, impúdicos. Buscando más miró la curva peligrosa donde el tendón se vence ante la sinuosidad del talón y entendió el infinito del erotismo. Su boca se llenó de saliva.

De pronto el golpe. Un olor que asocia una imagen que acciona un pensamiento (o que se desliga de él) que altera su efecto, una cosa rara, algo ilógico que desparrama el conocimiento que desencadena el drama. En síntesis: lo que iniciará la historia del después.

Un olor a manos decoradas, a frasquitos de colores, a un antes de algo lindo, de algo importante, a la coquetería. La chica del tercero, la que acababa de morir, Ella, tenía las uñas de los pies perfectamente pintados de un rosa suave, aire. Un trabajo femenino que aún olía. Un acto lleno de vida, de amor.

Las uñas de los pies pintados, pensó, y trató de imaginarla y cerró los ojos mientras bajaban el cuerpo.