Infografía de un psicótico


Un  reflejo oscuro, apenas metalizado por la luz vibrante de la esquina. Reflejo de vidrios oscuros. Intenta esconder su voluminoso cuerpo detrás de la fina hilera de ladrillos sin dejar de mirar de reojo el interior de la tripa calle del suburbio. Espera lo que desaparece, lo que nunca existió más que en su forjar eterno. Una estúpida manera de diluir la realidad. O de construirla a imagen y semejanza.

Aunque la noche no es fría, y él sabe muy bien que nunca lo serán, siente escalofríos que le erizan la piel, que le punzan el estómago. Mientras espera que algo dentro de él se resuelva, mientras espera poder escapar cuanto antes de esa condena psicótica que lo obliga a atravesar aquellas pesadillas, trata de pensar en lo que le gusta, en lo que ama. Entonces se embarca en el juego de recordar su biblioteca. Su obsesión es esa valiosa colección de libros, de raros libros de extraños idiomas y de exquisitas temáticas que posee. Puede leer uno a uno los títulos fijados en los lomos, ordenados alfabéticamente y sin error, a lo largo y alto de las paredes de su casa de más de catorce habitaciones. Puede leer los títulos y deletrear un resumen de su contenido. No olvidará ninguno pues sabe que el castigo a semejante falla es demasiado cruento. Como todos los castigos que él mismo se ha impuesto. Por todo lo que condena como debilidad de su ser. Y su ser peca de debilidades extremas, según él mismo y sus apócrifas reglas de vida que nada tienen en común con las del resto del mundo.

Él solo confía en su universo paralelo, aunque para sobrevivir en ese espacio privado deba quebrar todas las normas externas, aunque se contradiga a cada paso. Y como si esto fuera poco, no reconoce misericordia para su propio ego. Se considera endeble, fugaz, maliciosamente enfermo, intelectualmente pobre, anímicamente ausente, sin rastros de valores éticos, morales y espirituales. Lucha por forjarse principios que nunca le parecen suficientes para templar su alma de riquezas. Se bate a duelo con sus instintos, a los que considera defectuosos y omnipresentes. Castiga su carne por contenerlo sin razón atado a sí mismo. Tortura sin piedad su ya mancillado cerebro por no poder reinar como le demandaría el honor de ser el eje de todo un ser humano. Su mayor sueño es verlo morir.

Entonces se curva bajo el peso de los máximos castigos que puede imaginar, como correlato inevitable de todo aquello que él considera una debilidad de su deformado estar en el mundo. Es un silente suplicante de la piedad de su tirano capricho, esa es su cárcel. No hay parte de su mente que se instaure del otro lado. No se permite contemplar el concepto del perdón. Eso lo haría más débil aún y para eso también hay reprimendas. Aún así el sentido común que lo dirige es perfectamente ajustable a su esquema de conducta vital. No hay nodos de fallas que no provengan de un exterior que no entiende y que tampoco le interesa. De lo que depende su vida está en perfectas condiciones. O lo estaba.

A razón de algo que no termina de entender, es que se encuentra en ese oscuro callejón en una noche poco motivada. Hubo un olvido, cubierto de otro y un castigo que le determinó hacer algo que todavía desconoce y que lo deja impaciente allí, esperando. Hace demasiado tiempo que no se pierde a sí mismo como esta noche. Pero jamás se permitirá entrar en estado de terror, recuerda muy bien de que se trata el castigo a la mayor de las debilidades de la mente y el alma. Por eso continuará con lo ordenado, aunque se le escape la parte principal del qué, del por qué y del cómo. Y sin embargo, hay algo raro en esos escondrijos de su placer siempre rezagado.

¿Tendrá algo que ver el llamado con ese tacón que se parte a mitad de la marcha deteniendo el paso de esa mujer en esa perdida callejuela?

Él sonríe con los ojos, debajo de los lentes. Su boca no se ha movido en absoluto. Nada en él lo ha hecho, salvo su cadena de oraciones y sus compulsivos recuerdos de títulos literarios. De pronto su mente se vacía. Detecta el quiebre en el que elige no pararse. Solo observa como la figura a mitad de la calle se revuelve en movimientos un poco ebrios tratando de dar solución momentánea a su percance.

Aunque la mujer va sola y el lugar es solitario y silencioso, no parece temer, ni siquiera inquietarse. Maldice por lo bajo la mala suerte de que sus estilizados zapatos se hayan roto tan estúpida y sorpresivamente. No es probable que su enojo tenga que ver con que ahora deberá seguir caminando descalza, pequeñas señales imperceptibles dicen que el improvisto le demoró su apuro por llegar a algún lado. Quizás deseaba descansar. Quizás alguien la estuviera esperando. Aunque de seguro no era urgente ni extremadamente importante, lo sabe por su cara que aún en medio del ritual de la protesta, se ve serena, resignada, pronta a reír si se abandona. Su cuerpo tampoco se ha tensado en ningún momento. Y tampoco lo hace cuando él se descubre de detrás de las sombras.

Nada de esta ausencia de temor le parece extraña. Él mismo no temería en su lugar. Nadie teme en Qui... ¿por qué habrían de hacerlo? Sencillamente los estados de fluidez anímica en los que se perciben inmersos allí no permiten desconfiar de las intenciones ajenas, porque no existen las propias. El celado síntoma que nutre la ciudad es el deseo y bajo su forma no hay lugar para los arrebatos violentos. El universo de deseo en Qui conlleva cualidades esenciales. Por esta amabilidad de la tierra, la mujer no solo no se sorprendió al encontrarse con ese cuerpo macizo que se desprende de entre las sombras de la pared, sino que le ofreció una gran sonrisa, una suerte de bienvenida a ningún lugar. Quizás hasta pensó que se trataba de esas tretas del destino que de repente eligen regalarle a alguien un encuentro inesperado que termine en una espléndida sesión de amores voluptuosos. De alguna manera todos esperan eso que de vez en cuando ocurre.

Él se acercó lento pero sin pausas hasta donde ella fingía el esfuerzo inútil de reparar su zapato. Se acercó repitiendo una oración de nombres y especies de prólogos lo suficientemente audibles como para parecer dirigidos a ella, y sin embargo, entonados de manera tan automática y metódica que resultaban absolutamente ininteligibles, razón por lo cuál ella se apresuró a disculparse, alegando una leve borrachera que creyó le impedía acceder al espacio de un diálogo fluido. De cualquier manera la disculpa no detuvo la lista que el hombre pronunciaba sin espacios de error, hasta el punto de hacerle creer que en verdad se trataba de una rebuscada forma de conquista, algún nuevo estilo de poesía escandalosamente abstracta y erudita.

En un soplo de conciencia reflexionó sobre lo inoportuno de encontrarse con un amante tan refinado en el mismo momento en que su estado de lucidez se encontraba sumergido en el coñac que su amiga le había servido durante toda la velada. También pensó en la descortesía que había demostrado al negarse a dormir en su cama, no tenía ningún fundamento para su huida y la intimidad no iba a romperse con el amanecer. Había escapado con rumbo a su casa, aunque no lo hubiera decidido completamente, y ahora se encontraba frente al juego de seducción de un desconocido, desamparada en la ebria sensación de no poderlo seguir. Pero el destino siempre se le presentaba histérico, motivo por el cuál no se resistiría a conocer el final.

De pronto él se detuvo frente a ella y su voz también. Entonces sospechó que había llegado el momento de su actuación.

 

  • Qué buen momento escogió mi zapato para detenerme – dijo entrelazando las palabras con los gestos iniciales de la seducción.

  • No lo creo, es más... creo que ha escogido el peor momento. Tu zapato debe odiarte mucho – su voz sonaba demasiado dulce para soportar el peso de las palabras que dejaba caer con total naturalidad. La desconcertó profundamente.

  • ¿Realmente crees eso? – respondió titubeando sin llegar a acertar si debía continuar con el juego o declararse rechazada y emprender la retirada. Decidió que averiguarlo le llevaría pocos minutos más y no perdería nada – de no haber sido por este pequeño accidente yo ya estaría en mi casa, solitariamente envuelta entre mis sábanas.

  • Eso hubiese sido tener suerte.

  • Estar sola en mi cama no lo considero tener suerte.

  • No estarías sola, estarías con tu vida.

 

Fue en ese momento en que a ella se le dio por pensar que lo que consideraba un rechazo sutil, en realidad era parte de una timidez propia de un poeta/genio temeroso de reconocer su propia pasión por fuera de las palabras. Definitivamente creyó tener ante sus ojos a uno de esos románticos suicidas, ardientes amantes no consumados, que la cegaban en las fantasías masturbatorias de su adolescencia. La última frase había sido la señal que su nublada mente necesitaba.

 

  • Mi vida existe si existe alguien que la adora – dijo y se felicitó por tan astuta respuesta.

  • Si tu vida depende de que los demás la aprueben como digna de adorarse... no mereces poseerla, el verdadero éxtasis siempre es interior.

  • No... no, no me refería a eso, claro que estoy de acuerdo con el valor interior de cada persona, eso que nos hace diferentes, nos da brillo ante los demás.

  • ¿No entiendes no? Continúas con el pensamiento de la existencia de otros que te reconozcan ¿no hay en ti una verdadera sensación de existir por ti misma?

  • Claro que la hay, me estimo, me cuido, creo que valgo más allá de lo que los demás piensen, pero... – volvió a pensar en el intelectualismo de su interlocutor y se embarcó en un nuevo intento de seducción – eso no descarta la belleza que le propina al propio ser la exaltación del amante.

  • Así que no solo careces de la independencia de valorarte, sino que cuando hablas de ti misma no reconoces imperfecciones, te crees concluida en tu presencia y alma. Tu discurso no es coherente y lejos está de ser real... definitivamente no vales nada si no reconoces la necesidad de corregirte, de superarte, de disciplinarte.

 

Llegado a este punto de la conversación, ella consideró no solo que el hombre denotaba un alto grado de locura, sino lo que era peor, resultaba ser irreverente, maleducado y agresivo. Por lo cual decidió retirarse inmediatamente del lugar para no dar tiempo a que la situación se tornara más violenta.

 

  • Bien, considerando su estimación sobre mi persona, creo que lo más conveniente es que continúe mi camino, usted el suyo y que en el futuro procuremos no cruzarnos más, ni verbal ni físicamente... en lo posible – dijo acentuando las palabras mientras giraba su cuerpo hacia la salida del callejón.

  • ... y en lo posible, tampoco físicamente – corrigió él sin demoras, un poco exaltado ante la repentina retirada.

 

Detuvo la marcha y giró sobre sus talones para enfrentarlo nuevamente. Él se mantenía estático a unos metros de ella. Y a pesar de que ahora la embargaba un fuerte impulso de desaparecer del lugar, se contuvo unos instantes para responder a la última agresión.

 

  • “También”, habrá querido usted decir.

  • ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

  • ... y en lo posible, “también” físicamente, evitarnos “también” físicamente.

  • Nooo – el timbre de su grito quedo temblando, fantasmalmente, sobre las paredes – procurar no cruzarnos “tampoco” físicamente.

  • Lo que sea – contestó ella ofuscada sin darse más tiempo a pensar la exposición verbal y enfilando nuevamente el cuerpo hacia su destino – de cualquier manera ese no es el punto importante.

  • Eso es lo que usted cree, señorita, es más importante de lo que usted cree – impasible a sus palabras, la mujer continuaba alejándose. Apenas había levantado la mano para devolverle un gesto obsceno como toda respuesta – el punto es que usted es una analfabeta por indiferencia a su condición y eso es... simplemente peligroso.

 

Al oír esta última frase, ella se detuvo en seco. Estaba a escasos metros de la esquina y aún contra su firme decisión de alejarse cuanto antes de aquel extraño sujeto, se volvió enérgicamente sobre sus pasos. Se acercaba a él rápidamente y con el rostro envuelto en ira.

 

  • ¿Yo? ¿Peligrosamente analfabeta? – gritaba.

  • Más o menos eso es lo que he dicho... parcialmente parecido a mi intención, empobrecida interpretación de la realidad – respondió él sin inmutarse por la figura enfurecida que veía acercársele.

  • Usted es un grosero, un enfermo, un incivilizado socialmente – le escupió apenas detuvo su marcha frente a él.

  • Y usted, señorita, no tiene ni la menor idea de lo que dice, de hecho, acaba de proferir una burrada de las que hay pocas... usted no piensa cuando habla... dudo que “también” lo haga en silencio, utiliza las palabras de manera aberrante, insulta la lengua, no logra compaginar las palabras con su significado y arma frases desprolija y azarosamente, según se le amontonen en la boca.

  • Mire, quizás yo no sea una lingüista perfecta, pero soy educada con mis interlocutores y logro hacerme entender, en cambio usted... – se contuvo unos instantes para convencerse de que no le convenía a su discurso agregarle una violencia mundana - su mundo podrá ser dicho perfectamente pero es estructuralmente opaco, yermo y rígido y no creo que le alcance para mantener una conversación con nadie, nadie que busque el placer en el dialogar, el fin de socializar es...

  • ... mi mundo no es perfecto pero, día a día, me impongo el objetivo de acercarlo un poco más al estado de perfección.

  • Pobre de usted, me da mucha lástima.

  • Lástima debería tenerle el mundo a usted. Lástima y no piedad.

  • ¿Perdón?

  • Usted no logra entender el fin de las palabras, las insulta con cada precario uso, o abuso, que hace de ellas. Tiene una despreciable interpretación de lo dicho y como no le importa corregirse, superarse, es altamente peligrosa... va por el mundo destruyendo la capacidad de representarlo, tergiversa las verdades, manipula y ensucia toda la posible belleza del lenguaje. A usted debería negársele la posibilidad de la comunicación verbal, y eso porque desconozco como establece sus comunicaciones no verbales, aunque por lo poco que he visto... también deja mucho que desear.

  • Usted es un imposible, un represor, un energúmeno, es alguien realmente peligroso- hizo un gesto con la mano para frenar la interrupción que el hombre se disponía a hacerle – no entiendo como puede existir una persona con sus características, además... además, mire, aunque no pueda recordar con la exactitud con la que usted demanda todo, la frase que desató esto...

  • “Creo que lo más conveniente es que continúe mi camino, usted el suyo y que en el futuro procuremos no cruzarnos más, ni verbal ni físicamente... en lo posible.”

  • ¿Cómo? – preguntó turbada.

  • Eso fue lo que usted dijo, la frase exacta.

  • Bien, ahí la tiene, sabe qué? Tengo la impresión. No. Estoy convencida de que no estaba mal armada, es más... creo que usted es el imposibilitado de observar la belleza del juego.

  • ¿Disculpe? – preguntó secamente.

  • Que puede creer que sabe mucho de todo esto, pero no tiene el acceso a ser libre en el juego de combinar las palabras.

  • Ocurre que usted, señorita, confunde libertad con libre albedrío.

  • No me venga con estupideces trilladas, usted no sabe nada de nada y mucho menos de la belleza de crear, nadar en lo que se conoce, y como usted pretende, disfrutar.

  • La belleza se encuentra en lo perfecto de las estructuras, ese es el placer oculto a los libertinos e incultos como usted.

  • Esas son sandeces, usted destruye todas las normas, las hace patéticas.

  • Quizás algunas, pero que no le quepa la menor duda de que mis instructores esenciales se encargan de que las corrija a la brevedad.

  • ¿Sus qué? Oh, dios, usted está realmente loco – y dicho esto dio media vuelta y comenzó a alejarse. – No solamente no me aprecia mi zapato sino también mi lenguaje – gritó sin darse vuelta ni detenerse – por eso el hablar bien no me va a hacer “más mejor” – dijo acentuando las últimas palabras - pero a usted lo hace insoportable – y lanzó una fuerte carcajada que la siguió rastrera.

 

El rostro del hombre, que se había mantenido sereno e impasible hasta el momento, sufrió un cambio drástico. Sus facciones se volvieron pétreas y oscuras, casi cadavéricas, como si un poderoso pensamiento se hubiese absorbido su humanidad. Ella no lo vio, ni siquiera lo escuchó acercarse. Solo sintió el fuerte tirón en su hombro izquierdo y las luces de la esquina, que ya casi la rozaban, desaparecieron.

Entre el principio del espanto de darse cuenta de que acababan de cortarle la lengua y antes de percibir el terror de ver caer sus dedos, uno a uno, al piso, pudo escuchar la voz del hombre decirle a gritos: y en última instancia es “tampoco mi lenguaje”.

 


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