Secuencia Real Definitiva


 

  • Ahí estas, debí imaginar que te encontraría en el lugar donde sabes que no puedes estar, haciendo cosas que ya te dijeron que no debes hacer.

  • Creo que eso no debería importarte, hace ya un largo tiempo que no pertenezco a tu universo.

  • No es excusa, tu ser no se agota con solo desaparecer.

  • Vaya sorpresa, tu discurso siempre fue tan radical que se me hace difícil imaginar que aún puedes preocuparte por mí.

  • Supongo que esa es mi condena.

  • ¿No has encontrado la paz todavía?

  • En parte la estoy negociando, debo confesar que de alguna extraña manera mi vida ha vuelto a funcionar.

  • Otra mujer, otros perfumes, nuevas experiencias serenas...

  • Más allá de tu ironía casi infantil, podría decirte que si, así es, aunque no pasa por buscar otras mujeres.

  • Pasa porque ya no este yo, todo tu problema se resumía sobre mi persona ¿no? La verdad es que no si sentirme halagada o insultada.

  • Eso ya no importa y de cualquier manera nunca sirvió de nada explicarte las cosas como son, piensas lo que quieres y percibes lo que te venga en gana de tal manera y con tanto rigor que tu mundo ha dejado de coincidir con la realidad.

  • Eso me hace única.

  • Ya lo creo que si, pero no sonrías tanto, en este punto el ser única no te hace mejor, al contrario, te deja sola.

  • Eso es una idiotez.

  • Tu forma de vivir también.

  • Bien, bien... creo que has dicho todo, nada podría haberte hecho tan bien como alejarte de mi.

  • Eso también es una falacia, mal que me pese, debo reconocer que tu sola existencia, la mera presencia de tu ser sobre el mundo es algo que no me deja en paz en tanto y cuanto no existas al lado mío. Es una sensación bastarda que no puedo hacer desaparecer de mi nueva vida, y que por cierto odio, aunque no pueda dejar de sentirla.

  • Supongo que volver a estar conmigo no está dentro de tu lista de soluciones.

  • En absoluto. Empezar de nuevo la relación significaría echar por la borda todo el trabajo de reconstrucción de mi ser por el cual he estado luchando hasta hoy. Es más, creo que definitivamente todo se terminaría de destruir, incluido nosotros.

  • ¿Hay alguna cosa que pueda hacer yo para ayudarte en todo esto?

  • No, siempre y cuando no consideres seriamente en morirte – se sonrió con gracia infantil.

  • Lamento informarte que no lo he planeado todavía.

  • Y sin embargo te sale de manera excelente.

  • ¿Insinúas que busco matarme?

  • No deliberadamente, pero en tu fuero interno, allá por donde despunta el inconsciente, si, y lo haces continuamente.

  • Eso es una gran mentira.

  • No, no lo es.

  • Y si no lo es ¿cuál es tu preocupación? Verás realizado tu deseo de liberarte completamente de mí en escaso tiempo.

  • Contigo nunca nada es tan fácil, rápido y limpio.

  • Eso es lo que más te atraía de mí, de hecho creo que es lo que aún te mantiene unido, sé que te tortura saber que lo que haces todos los días de tu vida, con alguien cualquiera que simplemente te acompaña, conmigo se convertiría en la aventura más sabrosa. El sentido de tu goce estaba liado incondicionalmente a mi carne, mi mente y mi espíritu.

  • Siempre lo supiste y aún lo expresas de manera magnífica. Pero lo que no alcanzaste a comprender es que en algún punto, todo lo que antes era magia cruda, candente y pura, comenzó a tornarse peligrosa, empezó a heder y a descontrolarse.

  • ¿Cuándo sucedió eso?

  • ¿Cuándo? ¿Crees que algo así puede tener fecha y hora? ¿Un hecho determinante? No. Imposible. Aparte de haber estado bastante tiempo peleando con la idea terrorífica de ya no tenerte a mi lado, que sigue siendo la mejor opción si quiero seguir vivo.

  • ¿En qué andaba yo, mi amor, mientras te revolcabas en tu angustia?

  • ¿En ese tiempo? ¿Entre las nauseas y mi primer ataque de pánico? Supongo que dabas vueltas por ahí, como siempre, gozando de tus perversidades, caminando por los bordes.

  • Lo siento mucho.

  • Que cínica que eres, déjalo ya, no lo sientas tanto.

  • Lo digo en serio.

  • No. No eres capaz de sentir arrepentimiento.

  • Eres cruel, yo te amo y te he amado siempre.

  • Esa es otra mentira de tu vida. Tú no puedes amar a nadie, no tienes ese don.

 

Ella se mantuvo intacta y serena sobre el abismo de la ultima frase. Definitivamente, ese ser que la hubo de amar con locura se despojaba ahora de la necesidad de tenerla, se mostraba íntegro en su negación al retorno de poseerla. Quizás ese rodeo a sus redes de seducción fuera la causa del mareo repentino que le subía de entre las piernas, dejándola en un lugar del que no escaparía fácilmente si no encontraba una frase que la dejara fuera del juego cuanto antes. Debía salirse del campo magnético de sus ojos si su fin no era rendirle la verdad de su dolor interno, de su soledad enferma. De cualquier manera él la conocía más que nadie, no podría engañarlo porque no lo había hecho nunca. Tan solo una frase que le diera algo de dignidad.

 

- Cuida de tu deseo, te mantendrá vivo.

- Cuida de tu vida ya sabrás como negociar con ella.

 

Perdió. Lo mejor era retirarse.

Giró su cuerpo y enfrentó el aire tibio de la noche que se introducía por la boca abierta del amplio balcón. Por el reflejo de los labrados vidrios, que recostados sobre las pesadas cortinas devolvían los destellos de las pálidas luces del salón, vio el cuerpo amado alejarse. Se pararía cerca de un grupo de personas y con la suavidad del nuevo amante, rescataría a una delicada mujer de sonrisa plena ante su llegada.

No pudo más que esconder sus ojos debajo de los párpados evitando traslucir su dolor. Protegiendo su alma como podía.

Sostuvo su cuerpo sobre la balaustrada. Trató de perder su mente y recobrar su gélida consistencia anímica dejándose atravesar por el salino aroma que emergía de la quietud de las aguas del canal.

Por momentos el cielo se pintaba de los canosos reflejos de la luna. Por momentos quedaba sumergido en la más oscura de las tinieblas. De lejos, de cerca, las titilantes antorchas de las casas invitaban a la noche. Salvo por aquellas fechas de las inocentes bodas de luto, todas las noches de Qui exacerbaban los secretos de las perversiones en reuniones lisérgicas. Esparcidas por todos sus espacios antinaturales, de difícil llegada, la jungla de lujos resguardaba los murmullos diurnos.

Se vio envuelta en el laberinto sin salida de su mente borrascosa y se juró hacer lo posible para que no la dominara. Enderezó el cuerpo hasta que la esbelta altivez de su porte se le imprimió en su figura. Era elegantemente alta y suaves y lánguidas sus formas. Su rostro hablaba de la serenidad que brinda una inteligencia sagaz, una seguridad convertida en ADN. No había nada en ella que delatara candidez, como tampoco se traslucía una gatuna seducción. Escapaba con prestancia a las cualidades mundanas de las mujeres más atractivas y si por algo era venerada sensualmente, era por su aproximación a las imágenes de las diosas que iluminan los crisoles de una historia embelesada.

Con paso seguro inició su viaje hacia las puertas de salida del gran salón. La fiesta desbordaba todos los rincones de la ampulosa estancia, por ende no había razón para quedarse en esa habitación, viciada de sentimientos que caminan.

Cruzó los espacios con la habilidad de no rozarse con nadie y aun así todos la vieron. Ningún hombre ni mujer podía escapar del encanto de observarla, así fuera para odiarla o extasiarse en su figura. Jamás pasaba desapercibida. Quizás por eso, de lo cual era absolutamente consciente, se hubo de convertir en una escultora de su pose, pero no por vanidad sino por miedo a que pudieran leer en ella su sentir, por miedo a quedar expuesta, ser blanco de heridas fatales.

Especialmente esa noche, en ese momento, patinando sobre el estado débil de su presencia, todos los sonidos, las voces, las formas de las personas esparcidas a su alrededor le llegaban difusos, lejanos, amorfos. Apenas estelas de la realidad era lo que la alcanzaba después de realizar esfuerzos supremos por romper el aura de embotamiento que su mente creaba como escudo protector. Simplemente, el exterior dejaba de tener sentido para su cerebro.

Sus largos cabellos suaves y acaramelados, que llevaba recogidos con una angosta cinta sobre la corona de su cabeza, rebotaban suspicazmente en la tersa piel desnuda de su espalda, en un contraste divino con el color original de su cuerpo, que se desmayaba entre un liviano blanco y ese matiz sutil de las tierras cálidas. El vestido en plata que llevaba esa noche era apenas una caricia, un soplo de tela que bailaba vaporoso alrededor de ella, pretendiendo una elipses entre sus rectos hombros y su cintura. En sincronía con todo su ser el dibujo de su rostro tenía salpicaduras de malicie que sabía pronunciar llevando su mente en alto. Delicadas facciones indescriptibles para el pobre lenguaje verbal. Y así, toda ella, toda única, hizo y deshizo el encanto a su paso.

Huele a mieles y a almas en pena.

 

 

 

 

 


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