Un pasaje a los mares de la luna


Todo empezaba a parecerse a algo que finalmente había logrado asesinar. Pero por el propio peso de la evidencia hubo de aceptar que hay cosas más resistentes que el Ave Fénix. Y entonces decidió que la indiferencia era su mejor arma, por lo menos en ese momento.

Sabía a donde quería ir y nadie se atrevió a interrumpir su marcha. El clima de su interior se había tornado lo suficientemente espeso como para socializar. No estaba de humor y tampoco contaba con el cien por ciento de su cerebro.

Atravesó la última sala con la desesperación del que se está asfixiando, para recibir el aire del jardín con la boca abierta. Una bocanada de elevación. A pocos metros de Ella estaba la escalera que definitivamente la dejaría sobre la hierba. Pero algo la detuvo. La mantuvo titubeante sobre sus pies, le dedicó la neurosis de la indecisión. Algo ajeno a Ella. Algo que requirió de un esfuerzo de su memoria para comprender que no la dejaría ir ilesa.

 

  • ¿Acaso me buscabas princesa?

 

Ella cerró los ojos antes de contestar y en ese pequeño y último intervalo de reflexión que se regaló, decidió que no discutiría su destino con falsas moralidades ni sabihondas precauciones del futuro. Simplemente no contaba con las fuerzas necesarias.

 

  • Jamás me ha interesado buscarte.

  • Miéntele a tu conciencia si quieres, a mí no me vengas con disimulos – la vio sonreírse de perfil y supo que estaba fatalmente herida. Y aún así se veía excelsa en su vestido color plata.

  • No entiendo quién osa todavía invitarte, un tipejo como tú no da buenas referencias en ninguna ocasión social.

  • ¿Cuál es la diferencia entre social y privada si para la gran mayoría de los que deambulan por los salones esta noche, cualquier reunión de más de tres personas se convierte en la situación ideal para desnudarse?

  • ¿Y de ahí qué contigo?

  • Te empeñas en retardar el tiempo ¿no? ¿Qué excusas idiotas estás esperando escuchar? Si sabes mejor que yo que todos ellos y tú antes que nadie, son unos viciosos compulsivos, soy el artista de su diversión, aunque no me necesiten, lo cual es definitivamente imposible, mi sola presencia les da tranquilidad.

  • Un héroe personal siempre a mano ¿no? – él le sonrió complaciente ante un elogio inesperado.

  • Por eso que de tu boca sale, tú eres sin lugar a dudas la emperatriz del lugar.

  • ¿Sólo porqué te he elogiado?

  • Sólo porque puedes hacerlo aún cuando te repugna el mero hecho de recordarme vivo.

  • Bien... de cualquier manera no estaba en tu búsqueda sino de los sedantes aromas de los jardines nocturnos.

  • Sabes que lo que puedo darte no te lo dará ningún paraíso divino...

 

Ante la certeza de no tener escapatoria y de que sus excusas resultaran viles intentos que no convencerían ni a la sombra de su voluntad, Ella se dignó a mirarlo directamente a los ojos. Realmente Britos dejaba mucho que desear en una indecisión física que no llegaba a ser monstruosa porque no se resignaba a salirse de lo humano. Era extremadamente baja su estatura y demasiado largos y fornidos sus brazos, como si le pertenecieran a otro cuerpo o como si a sus piernas y torso les hubieran cercenado descuidadamente una buena porción. Además, estaba casi en su totalidad cubierto de vellos. Rígidos y gruesos vellos rojizos, extraños para alguien que tiene la piel oscura del cuello a los pies, aunque la del rostro fuese ligeramente más blanca. De ahí que todo en su cara se acercara un poco a lo demoníaco. Sus ojos eran apretadas líneas que nunca terminaban de abrirse, casi se diría que miraba a través de unas hendijas diminutas. Su nariz y orejas eran de unas dimensiones tan pequeñas que solo se detectaban los oscuros orificios, estos que sobresalían con su estructura animal, aquellos que se escondían entre los descuidados cabellos. En cambio su boca era amplia, aguda, de labios finos que desafían todas las leyes de lo natural al encerrar aquellos enormes dientes caninos. Por supuesto su barbilla era insignificante, perdida en esa cabeza de óvalo horizontal.

 

  • ... ni los jardines babilónicos compensarían tu dolor.

  • No creo que se me note tanto.

  • Tú no crees que se te note, ahora me dirás si deseas quitártelo o prefieres insistir en hundirte entre los árboles y comenzar ese llanto que te está humedeciendo el cuerpo.

  • Quítamelo, después de todo... qué más da – se aproximó a esa figura repugnante sin vacilaciones, dispuesta a dejar que la tocara como último sacrificio antes del placer.

 

Britos estaba sentado sobre una silla de estilos combinados, digna de él. Un mueble irregular en sus formas, de maderas de formas monárquicas y patas extremadamente largas y aún así, su cabeza no sobrepasaba los senos de Ella. Se deleitó en el olor de su piel cuando la tuvo cerca. Era lo máximo que podía aspirar de Ella y sin embargo, sabía perfectamente que abusar del tiempo de la proximidad era arriesgarse a perderla. Entonces apuró de uno de sus bolsillos un pequeño cilindro en forma de llave, sarcófago de la sustancia que le daría un buen viaje a su mente y levedad a su cuerpo. Hábilmente quitó los sellos de seguridad de ambos extremos para luego mirarle a los ojos y sonreír, satisfecho de ser el total dueño de su deseo inmediato.

 

  • ¿En el corazón? – Ella asintió sin distraer las pupilas de su rostro. Su cuerpo se abría lánguido ante él. Apoyó las manos abiertas sobre ese escote delicado, desplazándolas hasta sentir los pezones brotar atrás de la tela sutil. Tenía la excusa de llegar al punto exacto de su corazón, pero Ella no se la pidió.

 

Hubiese dado cualquier cosa por saborear esos pechos que se abrían bajo sus palmas, pero no se atrevió. Avanzar sobre la acción portando un ansia tan poderosa era absolutamente redundante. Entonces localizó el fragmento de piel que lo esperaba y con movimientos rápidos, apoyó la boca del cilindro y desde el otro extremo inició la compresión.

Ella comenzó a irse detrás de ese narcótico que tanto le gustaba, que tan caro le costaría luego, dejándola al borde de la inexistencia. Sintió el dolor del golpe cuando el aire y sus especiales partículas envenenadas le atravesaron la piel y le lastimaron el corazón. Un par de segundos después se sumergía en una balsámica nada de sensaciones.

Primer paso: limpiar el dolor, remover las molestias hasta hacerlas desaparecer.

Segundo paso: llenar el cuerpo de placer, cubrirlo de sensaciones nuevas y raras. Alucinaciones sensoriales. Percibió como su carne, órganos y sangre se cristalizaban y posteriormente... estallaban, aéreas y vaporosas, empujadas por un soplo lábil que la alcanzaba desde lo invisible del submundo mágico. Convertida luego en la satisfacción de sentirse hecha de agua fresca, que fluye liviana en todos sus contornos. Y después saberse polen, partículas diminutas y livianas que se esparcen por doquier, que flotan sin estabilidad ni rumbo.

Cuando de esa sutil presencia se está hecho, como Ella en ese momento, todo roce, todo encuentro con lo material del mundo que la rodea, se transmuta en éxtasis, en necesidad de confluir, de entrar en otros organismos, de ser más allá de la limitada figura del Uno. Se busca el contacto para la conquista de lo que es ajeno. Placer incontrolable. Indómita forma de aproximarse a lo eterno.

En algún momento sintió como unas pesadas manos irrumpían el formato etéreo de su cuerpo y la arrastraban sin cuidado por el espacio diáfano e inconcluso de su alrededor. No podía determinar qué la transportaba ni a dónde, pero le bastaba arremolinarse en el hormigueo que le producía el caminar, las manos, la respiración detrás de la nuca que intenta una comunicación con las, siempre ridículas, palabras. La cara de Britos había desaparecido de su campo ocular.

En dos o tres ocasiones intentó girar su cabeza para poder descubrir a quien le pertenecían aquellas manos. En ninguna lo logró, como si detrás de ella existiera un velo de oscuridad, todo a sus espaldas se reducía a un inútil recuerdo reciente. Si demoraba mucho en retornar olvidaría como hacerlo. Esa era una certeza de su parte. “Que porquería más simpática y oportuna” pensó respecto al efecto del narcótico e inmediatamente estiró un brazo sobre su cabeza... “gracias Britos!” gritó a sus espaldas. Posiblemente la escucharía.

Sintió el verde del jardín debajo de sus pies y le pareció cómico. No reprimió la carcajada. Tampoco se resistió a que la guiaran hasta uno de los bancos de piedra que se encontraban más allá del primer nivel. Allí donde las luces se tornaban un poco mas azules y los aromas un poco más intensos. Divisó uno de los amplios asientos de mármol y se convenció de la frescura que encontraría si llegaba a recostarse en él. Sentía la sed cubriéndole los poros. Pero a cada paso suyo la figura del banco parecía alejarse dos. Y entonces, se desentendió de las piernas y se dejó caer sobre el césped. A su alrededor torcidos árboles la cubrían de sombras violáceas. Sus ojos se perdieron en los escasos espacios de cielo que quedaban en los intersticios.

 

  • ¿Estás cómoda? – preguntó una voz calma y segura.

  • Inesperadamente... si – respondió divertida.

  • ¿Inesperadamente? Lo dudo, como si no supieras a que te estabas enfrentando, como si no supieras a que te enfrentarás después... ¿no crees que se trata de un mal negocio? – en el campo visual de Ella, mucho más cerca que las estrellas, casi rozándole los labios, emergió la figura de Él – un par de horas de feliz ruptura con la realidad de tu cuerpo y días enteros chocando contra él, intentando encajar de nuevo.

  • Maldito seas – le susurró sin desviar la mirada de sus ojos ni perder la serenidad de sus labios – como si no te bastara el sufrimiento que me has provocado hasta ahora, también vienes a arruinarme el viaje.

  • Odio, más de lo que te gustaría, sentir todavía el deber de cuidarte... eres tan obvia en tu destrucción... tan precisa...

  • ...tan preciosa... – entornó los párpados y convirtió su cara en una sola mueca de seducción.

  • Precisa, dije precisa – él había aprendido a esquivar sus poderes.

  • No te mientas, estás aquí porque todavía te excita observarme en estos estados, lo que llamas deber de cuidarme se traduciría como... a ver... déjame pensar un segundo... – su tiempo de búsqueda en realidad se trataba de segundos para potenciar su rostro de sensualidad - ... algo así como... no perder la ocasión de recobrar tus máximos momentos de placer....

  • Me asombra tu lucidez verbal y mental, últimamente solo te convertías en una estúpida adicta mal hablada...

  • Eso también te excita – dijo y le tocó suavemente la punta de la nariz.

  • No te engañes, no te mientas más, te cuido de los que te andan rondando, en este estado decrépito en el que te encuentras eres fácil para cualquiera, pero ya no quiero saber nada de ti y no me excitas muerta.

  • ¿Me harías el favor de irte? Arruinas mi cielo y mi tiempo.

  • Por supuesto, tampoco pensaba quedarme, solo quería asegurarme de que estuvieras en un lugar seguro hasta que pudieras valerte de tu asco otra vez, un poco de voluntad al elegir quien te toca no te vendría nada mal – se incorporó con un solo movimiento.

 

Ella escuchó sus pasos alejarse sobre el césped. Pasos que de pronto se detuvieron. Espacio de silencio que parecía estar esperándola. Quería poder imaginar que volvía por ella. Sin levantar demasiado la voz le dijo:

 

  • Has querido decir preciosa ¿no?

  • Puede ser – y los pasos se reanudaron hasta perderse.

 

Dejó que sus ojos se perdieran en los limbos celestiales. No supo por qué razón seguía pensando que volvería, pero deseó que se tratara de un presentimiento.

Levantó las manos hasta poder vérselas. Recortando el espacio de cielo, cubiertas de opalinos colores, lejanos brillos que le llegaban desde las orillas. Alguien se acercaba a Ella con sigilo. Un espasmo en la boca del estómago le iluminó la cara. Quizás un presentimiento...

 

  • Seguramente tienes sed... – la voz se parecía a la otra. Solo se parecía, apenas lejana por una distancia de temblor que le arrancaba la confianza.

  • Demasiada – respondió ella empezando a creer que aquel rostro interferiría nuevamente entre sus ojos y su cielo.

  • Descríbeme cuanta - la voz se mantenía apartada de ella pero la alcanzaba clara en las regiones de su mente más proliferas a la excitación.

  • No podría, no sabría como expresarme... no podría siquiera lograr un acercamiento a la realidad de mis sensaciones.

  • No veo la dificultad, te expresas perfectamente... solo con tu lengua... deja que me hable ella de lo que siente...

  • Es más, es mucho más que mi lengua la que tiene sed, es todo mi cuerpo, es cada parte de mi la que se lleva el desierto...

  • ¿Tienes calor?

  • Demasiado, de ese calor que no calman las aguas frescas.

  • ¿Es como si se tratase del mismísimo infierno creciendo en tus entrañas?

  • El mismísimo cielo estallando.

  • Ahora dime... ¿qué crees que te salvaría de eso que estalla?

  • Más fuego, por supuesto... no hay modo más eficaz de combatir los demonios que con algo que pertenezca a su misma naturaleza.

  • Tienes mucha suerte esta noche.

 

Ella percibió la sombra subirse a su cuerpo y cerró los ojos. Sabía que no querría ver aquello. Tampoco estaba segura de querer sentirlo, pero de alguna manera dar un paso atrás le resultaba penoso a su orgullo.

Un rígido y cálido pedazo de cuerpo ajeno se le ciñó a sus labios. Abrió la boca sin resistencias, dejando que se sumergiera, que estimulara los flujos transparentes de su paladar. Instintivamente succionó de ese pene que le sabía extraño. Extraño no solo por desconocido, sino por ajeno a aquellos sabores humanos. O quizás sí tenía un dejo humano pero, y de esto estaba segura, de esos gustos que pertenecen a otras zonas, áreas no genitales. Entonces se embarcó en encontrar el origen de eso que le penetraba la boca, una y otra vez, a un ritmo atípico, como si el estímulo del movimiento no naciera de la excitación, sino de una perturbación interna que comanda los estertores de la mente.

Un sabor metálico, gusto a óxido... extraño vapor que se abriga en su nariz. Creyó reconocerlo a través de un recuerdo furtivo de su infancia. Jugando por los pasillos de un jardín de invierno. Corriendo a contraluz de un sol blanco que ciega, que libera las fuerzas. Ella gritando de emoción, como si la voz le diera velocidad para que no la alcanzaran. El juego de escapar. Escapar siempre la hacía feliz. El pie que se enreda (siempre algo se enreda en las huidas) y todo el cuerpo acompaña la inercia, rodando, dificultando el impulso de las manos de frenar la caída aferrándose a cualquier cosa. Y de pronto los hierros de las patas de una mesa. Y de pronto la cabeza estallando. Por detrás de los párpados cerrados ver el fogonazo que antecede al dolor. Ahí está el sabor metálico, ese gusto a óxido hecho vapor. Derramándose por el rostro, saliendo a borbotones de la herida de su cabeza.

El pene sabe a sangre.

Abre los ojos por el espanto. Solo sombras, escorzos de ese cuerpo que le está violando la boca. Ya no ve el cielo. Las manos de aquel hombre le acarician el rostro con pasión, casi con agradecimiento. Ese sabor a sangre produciéndole asco en la garganta. La visión que se vuelve borrosa, azules y violetas devolviéndola a esa sensación inicial de levedad. Malditos flash back.

Con un movimiento repentino de la cabeza logra salirse del estrujamiento. El hombre se detiene en seco.

 

  • Sabes a sangre.

  • Eso tiene solución – le contestó mientras se aferraba a sus cabellos para penetrarle nuevamente la boca. Segundos después una corriente de esperma, densa y caliente, le enjuagaba los dientes, le flagelaba el paladar.

 

Se salió de Ella. Se incorporó entre las sombras. Su rostro repleto de luces le borraban la identidad. Solo un par de gafas de vidrios oscuros.

 

  • Tu lengua es perfecta y no solo cuando habla – la voz ya no se parecía en nada a la de Él. Era maníaca y terrorífica. Esa voz estaba al servicio de una demencia superior.

 

Lo escuchó alejarse, pero eso no la alivió. Hilos de saliva y mucosa blanca le corrían por las mejillas. Sintió repugnancia. La nausea amarga en los bordes de su rostro. Apenas alcanzó a levantar la mitad de su torso para vomitar. Calambres en el estómago que parecían no tener fin, escondidos detrás del pasillo del jardín de invierno, del relámpago en los párpados, el vapor del óxido, el violento golpe del esperma, el cielo detrás del asco.

Sabía que detrás de ella estaba el banco de mármol. Ya había supuesto la frescura que le daría sentarse en él. Se arrastró como pudo, inválida de fuerzas. Y allí quedó, sumergida en uno de los jardines más bellos, azulinos y profundos, con aromas evanescentes en una noche cálida. Ella era allí, un espectro de plata, el espectro de una reina, aún ahí, casi desvanecida sobre el mármol.

 


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